“Al que no quiere sopa, se le dan dos platos” es el dicho que resume mi cardíaca primera vez en un desierto. La expectativa de ver el atardecer en medio de la nada, chocó con las dunas de alrededor de 30 metros de altura del desierto de Ica, a cinco horas de Lima en bus.
Digo “chocó” porque la forma de transitar en él no es tan paradisíaca para quienes tememos a las alturas. De “sana” -como decimos en Colombia-, terminé inocentemente en el oasis de Huacachina (Ica), desde donde me adentraría en el desierto sobre un carro tubular, junto con otros siete turistas que había por ahí.
Una leve vibración marcaría el inicio de la marcha, que era tan sólo el abrebocas de las siguientes dos horas de “paseo”. Tras pasar la entrada del lugar, el buggy empezó a saltar. Con el viento en la cara por la velocidad, en un abrir y cerrar de ojos llegamos a la cima de la primera duna. Luego de bajarla por los lados, sólo se veían toneladas de arena. El descenso “diplomático” por los costados era únicamente para «calentar motores».
Ya en confianza, el conductor subía poco a poco las siguientes dunas, como cuando en una montaña rusa, el carrito se mueve lento para crear suspenso. Y ya arriba, y con el abismo justo al frente, el buggy aceleraba al máximo, incluso con una inclinación que se acercaba a los 80 grados. Con el corazón en la mano y la mirada del conductor buscando mi cara aterrorizada cada vez que venía una duna gigante, me arrepentí cien mil veces de haberme arriesgado. Pero era demasiado tarde y a pesar de todo, la vista era espectacular.
Sin embargo, los vacíos que se sentían desde la última fila del buggy no serían los únicos: el tour contemplaba snowboard por las interminables dunas, aunque yo bajaba en planchazo y empujada por alguien porque si no, no me tiraba.
Al final, lo único que hacía era cerrar los ojos para no ver ni la arena saltando cuando caía en la tabla, ni el vertiginoso recorrido del carro tubular. Conclusión: gracias al pánico a las alturas, me tocó sufrir el doble. Así que por momentos, mientras pude tener los ojos abiertos, aprecié el maravilloso paisaje. Pero sólo por momentos.
¿Cómo llegar?
Desde Lima, se puede tomar un bus rumbo a la ciudad de Ica – yo lo hice con Cruz del Sur– y luego un taxi hacia el oasis de Huacachina que puede costar hasta 8 soles desde la estación. Fuera de ella, los taxis son más baratos. Por el tour cobran hasta 50 soles (el 2 de julio, el cambio estaba a 2,79 soles por dólar) pero se puede negociar. En mi caso, conseguí bajarlo hasta 30 soles (a punta de «ay mire que soy solo yo, no va a perder nada de plata. Bájelo que no le digo a nadie. Prometido»).
Si escoges el tour durante el día sólo es de una hora, pero el de las 4 dura dos horas para poder ver el atardecer. A la vuelta, el mototaxi a la estación de buses de Ica cuesta más barato que el taxi (unos 3 soles) y de nuevo, hay que retornar en bus a Lima pero los precios varían de las tarifas que proponga la empresa. Un menú en el oasis cuesta unos 15 soles.
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