Después de aterrizar de nuevo, aparte de las fotos del viaje, los nuevos amigos y los buenos recuerdos, es hora de estrellarse con la realidad: tienes una maleta llena de ropa sucia, los bolsillos vacíos y tal vez rotos y unas ojeras que llegan hasta los pies.
El tiempo de adaptación, al regreso, debe ser rápido porque compraste el último vuelo del día antes de regresar al trabajo. La idea era aprovechar al máximo porque no sabías cuándo volverías -o si volverías, si eres de los que no repite lugar en la lista-.
La fatiga te acosa, necesitas otras vacaciones para recuperarte de esas primeras pero la verdad es que debes lavar, volver a cocinar, ordenar todo lo que dejaste por el suelo antes de tomar el taxi al aeropuerto –porque casi pierdes el avión- y finalmente, trabajar.
La “escapadita” tiene sus costos porque sin importar si ganas en pesos y gastas en euros o si tu sueldo es mísero, tus amigos siempre estarán allí para preguntar el incómodo “bueno, y qué me trajo???”, que usualmente va acompañado del “tiene plata pa’ irse a cualquier lado y no tiene ni pa’ traerme un imán de nevera, ¿no?”.
Después de pasar por esa vergüenza y de haber contado mil veces la misma aventura, comienzas a pensar adónde irás la próxima vez que te dejen acumular días libres. Una promoción en las empresas de transporte, un ingreso extra, las ganas de cambiar o simplemente la emoción de un reencuentro o la tristeza de una despedida, serán razones suficientes para emprender la huida, nuevamente.
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