Lleva dos meses esperándome y llevo dos meses esquivándolo. Lleva dos meses aguantando sin decir palabra. Ahí, en una esquina, haciéndome guerra psicológica. Como cuando alguien te observa y sabes que lo está haciendo pero decides no dedicarle siquiera una mirada furtiva, pensando que en algún momento se aburrirá.
Hacer que no existe parece la salida más fácil pero ya ha echado raíces. Sin saber cómo o a qué horas se volvió tan fuerte, te absorbe la mente en algún momento del día, con una facilidad digna de admirar, pese a tu resistencia.
Él permanece en la oscuridad, construyendo minuto a minuto una culpa que carcome. Un lamento que martilla la cabeza. Espero que se apague pero no se larga. Mientras se queda callado, toma nota de cómo lleno mi día de actividades, mi cabeza de temas, mi agenda de citas, mi cuaderno de escritos, mi montaña de libros al lado de la cama, de más letras por devorar.
Dos meses apelando al subconsciente en un tono casi imperceptible. No habla, pero sus pensamientos son como lanzas. Y todos llegan a mí. «Van dos semanas», susurra.»Va un mes, y nada», dice con lástima. «Un mes y un día»,»un mes y diez días»,»un mes y veinte»… y sigue ahí. Pero aunque sabe que lo ignoro, también tiene la certeza de que una vez llego a casa, tengo que enfrentarlo.
Salto, voy de un lado a otro. Vuelvo al mismo sitio, pero no se ha ido. El computador sigue intacto. Las teclas brillantes, el polvo sobre la pantalla. Una lista mental de nuevas entradas acumuladas, un martirio que persevera: dejé dos meses al ‘hijo’ desatendido. Esta deuda pendiente no da espera… Hoy vuelvo al blog.
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