Es Halloween y aunque los ‘zombies’, brujas, Frankensteins y monstruos de ultratumba andan asustando por ahí, nada supera el terror que nos produce la frase «démonos un tiempo».
«¿Un tiempo? ¿Tiempo para qué? Si no hay nada que pensar», responde a veces el orgullo, cuando la excusa más famosa -o tal vez la más facilista- para terminar una relación no sale de nuestra boca.
Pero en vez de mortificarnos al escuchar esto, deberíamos entender y apreciar su valor, porque, a excepción de las relaciones sentimentales, la connotación del «démonos un tiempo» no tiene por qué ser negativa. Puede asemejarse a tomar aire en la superficie del mar, luego de haberse sumergido a metros y metros de profundidad.
Es decir, no siempre denota un baldado de agua fría. O tal vez sí, cuando nos estamos muriendo de calor en un lugar donde la sensación térmica no baja de 40 grados centígrados, jeje.
A lo que voy es que en esta vida tan frenética, donde los minutos pasan raudos, el «démonos un tiempo» se convierte en sinónimo de tragedia, de caos. Nos enseñan a trabajar como mulas, a ocupar cada segundo de nuestro día, a llenar la agenda con tal número de citas, que se nos olvida la más importante: ¡la de nosotros mismos!
Y como implica romper con lo que llevamos haciendo (el ser humano definitivamente es un animal de costumbres), la decisión siempre generará dudas: «¿Y si pasa esto? ¿Y si pasa lo otro? ¿Y si no consigo trabajo cuando suelte este? ¿Y si debo volver a empezar? ¿Y si me va mal? ¿Y si…? ¿Y…?»
Siempre habrá una voz interna que impide detenernos a pensar qué es realmente lo que queremos, y a nadar como el salmón: contra todo lo que empuja a seguir ese ritmo agotador. Dejarse llevar por la corriente, será por supuesto, mucho más fácil.
Tal vez escribo esto porque me acerco al «tercer piso». A lo mejor la «crisis de los 30» ya me roza la nuca… pero en estos días, me invade la necesidad imperiosa de tomarme un respiro. De observar, sentir, oler, degustar lo que la vida va plantando en el camino. De aquello que pasa inadvertido entre tanta agitación.
Porque pasamos de un trabajo a otro sin hacer siquiera un balance de los aciertos y errores cometidos. Ni tres días para reflexionar: la maratón ya comenzó en otro lado. Y quedarse «sin nada» resulta espeluznante.
Empezamos relaciones sin haber cerrado ciclos, sin disfrutar el nuevo momento, sin la certeza de que aquel pasado quedó atrás. Todo transcurre sin inhalar y exhalar, sin llevar los ojos al cielo (o al suelo). Un, dos, un, dos… ¡rápido! Y todo termina con la misma velocidad con la que empezó. Como si nunca hubiera existido. Reaparece el fantasma de quedarnos «sin nada».
Llegar tarde, ir tarde: ¡Qué tormento! Y entre clases, trabajos, transporte público, par de horas libres para la vida social, y par de viajes esporádicos, al final evadimos aquello tan necesario pero que tal vez solo surge cuando tocamos fondo: la evaluación de lo que estamos viviendo, de si realmente estamos aprobando el test de la felicidad. El «démonos un tiempo» se hace necesario.
La estrategia se centra entonces en huir del silencio absoluto. Esquivar el subconsciente. Preocuparse por hacer currículum, tener un ingreso fijo, comprar casa y carro, por el qué dirán, por acumular. Por dedicarle ese tiempo sagrado al proyecto de otros, sin retribución comparable a esa inversión tan importante.
Aplazamos, esperando ahorrar. Esperando pagar deudas, esperando que alguien nos de un «empujoncito», o la «patadita» de la buena suerte de Jorge Barón (los colombianos saben a qué me refiero, jejeje)
Pero dejando de lado los malos chistes, se trata de una decisión tan personal e intransferible como los cheques con nombre propio. Pese a ello, nos seguimos enredando en pequeñeces del día a día. Y mientras, el reloj sigue corriendo.
Viajamos corto, rápido, porque se vence el permiso del jefe. Se terminan las vacaciones. Se acaba el puente. Se acaban los días compensatorios. Y las precarias leyes laborales colombianas, que buscan de todo menos el bienestar del trabajador, hacen de los viajes convencionales también una fuente de estrés.
Terminas necesitando unas vacaciones de las vacaciones porque descansaste también a toda máquina. ¡Qué paradoja! Descansar con estrés. Descansar pensando en el billete de regreso. Y al volver, recuperarse de lo duro que es ponerse al día. Agotador.
Pero llega un momento en que, inevitablemente, esa voz que hemos intentado apagar poniéndole mil cosas encima, sale a flote. Es tan fuerte, que no hay manera de sepultarla. Es como la noche de los muertos vivientes: aunque la consideremos un cadáver y le echemos tierra, volverá a salir con la luna llena. Y nos perseguirá hasta que por fin, dejemos de oponer resistencia.
El impulso para enfrentar el «démonos un tiempo» se hace tan poderoso que al final, su contraparte, repleta de incertidumbre, miedo y desesperanza, termina quedando en segundo plano. El vacío que nos da la bienvenida a esa nueva etapa se hace cada vez más tangible. Saltar se convierte en una necesidad.
Sea porque se acercan los 30 o porque la fatiga de estos años después de haber regresado me pesa enormemente, y me crea preocupaciones innecesarias e injustificables, ese momento llegó. Así que el próximo año le haré frente con energía, en otra ciudad. En otro continente. En otro idioma, con otra actitud. Estoy impaciente.
¡2017, por favor ven ya!
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