Tal vez armé una tormenta en un vaso de agua al pisar tierra vietnamita. Tal vez la depresión resultó de un cóctel de orgullo herido, choque cultural, incomprensión o sensación de debilidad… el caso es que a seis meses de viajar sin tiquete de regreso, llegó la crisis, de aquellas que pocos viajeros hablan, entre los mares de «selfies» y frases de motivación.
Aterricé en la ciudad de Ho Chi Minh (HCMC), sur de Vietnam, desde Yangon (Myanmar) entre agradecimiento por Birmania, por haberme regalado experiencias que poco podría describir, y expectativa por conocer, por fin, aquel país capaz de vencer a colonizadores, invasores y superpotencias.
(PARÉNTESIS: la visa de Myanmar exigía salir por avión si entraba por frontera terrestre, así que puse en Skyscanner «a cualquier lugar» y me apareció HCMC a buen precio. Así que allá terminé).
Mi primera impresión fue de comodidad: había pasado de vivir en la Edad Media (que era Birmania, con muy mala conexión a Internet, y de calles sucias, negras y rojas, teñidas por los escupitajos de nueces de betel), a la modernidad de la ciudad más grande de Vietnam.
Estaba feliz de volver a hostales de calidad y limpios, sobre todo. Por eso, y pese a la nostalgia, llegué con una gran sonrisa a Vietnam. Visité un par de días esta ciudad ultra motorizada (la de mayor densidad de motos por habitante en el mundo), para pasar a Can Tho, más en el sur, porque allí vive una una amiga de la familia.
Entonces, conocí a una mujer en el bus. Fue un acercamiento demasiado raro, premonitorio de lo que vendría.
La señora no hablaba inglés y me mostraba su teléfono para que le contestara una llamada, lo que rechacé inicialmente: ¿Quién me iba a contactar a través de ella, cuando era una completa desconocida y apenas habíamos cruzado dos palabras?
Ante tanta insistencia, terminé aceptando.
– Hello?
– (Traduccido) Sí, que mi mamá quiere que nos des clases de inglés. Dale tu teléfono y ella te llama mañana.
Estaba confundida: escasamente habíamos intercambiado un “hello” y “bye”, y ya tenía ese trabajo. Luego me daría cuenta de que en Vietnam lo que más importa es que te veas como extranjero: al competir por un empleo de este tipo, puede que un local que haya vivido fuera hable mejor inglés que un francés, por ejemplo, pero el hecho de ser blanco (si es que lo es) inclinará la balanza a favor del segundo.
Lo que también me llevaba a preguntarme el porqué de mi caso, si soy morena y ellos odian este color (las cremas blanqueadoras causan furor, y se tapan hasta las manos cada vez que salen a la calle para que no les dé el sol…)
Pero bueno: le di mi teléfono y al llegar a casa de la amiga de mi madre (que es un amor), ambas hablaron en vietnamita. ¿Conclusión? Empezaría al siguiente día. Y no solo eso: la señora quería que me mudara a su casa porque aparte del sueldo (que era poco, comparado con lo que pagan en Vietnam por una hora de clase de inglés), me daban alojamiento y comida.
– ¡La señora te adora!, me informaba nuestra amiga vietnamita. – Dice que eres muy bella, aseguraba.
Estaba escéptica: no podía ser que una mujer con la que había cruzado dos palabras «me adorara» solo porque le gustó mi cara.
En fin, como necesitaba parar un tiempo (porque moverse cada tres días también cansa) y hacer algo de dinero, acepté. Al día siguiente empecé a vivir en aquella casa de tres pisos que era también pastelería. Tenía mi propio cuarto, con baño, y un piso entero de la casa para mi sola. El trato no pintaba nada mal…
Orgullo herido
Empecé pues, a trabajar. Se me dijo desde un comienzo (siempre a través de la amiga de mi mamá) que daría clases 5 veces por semana, a dos de las hijas de la señora.
El primer día pregunté a qué horas iniciábamos y solo respondían «relax, relax». Me sentía mal de no cumplir con mi parte del trato (aunque nunca por mi culpa).
Finalmente, empecé. Las niñas tenían un nivel muy bajo y tenía que hablarles todo el tiempo para sacarles un par de palabras. Aparte de eso, cuando no era la hora de la comida, pasaban encerradas en sus cuartos, por lo que practicar fuera de esos horarios era bastante complicado.
Entonces, di por hecho que las conversaciones serían únicamente a la hora de la clase o durante el desayuno, almuerzo o cena. Fuera de esos momentos, me dedicaba a visitar a la amiga de mi madre, a dar una vuelta por la ciudad, o a escribir o editar videos para esta humilde página.
A veces, me comentaban los amigos vietnamitas que la señora de la pastelería requería que yo estuviera disponible para cuando sus hijas no pudieran coincidir (ambas). Asentí, aunque igual me seguía pareciendo extraño: nunca obtenía respuestas serias sobre su disponibilidad (por eso, imaginé que todas las clases serían en la noche, como el primer día).
Y en todo caso, la mujer de la casa solo repetía «very good, very good», y sonreía todo el tiempo, por lo que jamás imaginé que hubiera algún malentendido.
Luego, me prohibió hacer deporte con el TRX, que es como entreno cuando estoy viajando.
¿La razón? Que hacía «mucho ruido» (únicamente lo hacía cuando me tocaba sentadilla – salto, o tijera – salto, por el peso) y eso le provocaba «dolor de cabeza», según su hija. Mi reacción, antes de renunciar a una de las actividades que más disfruto, fue preguntar por qué. Por lo visto, el cuestionamiento fue mal visto por mi «empleadora».
Luego de un par de días más, y cuando estaba jugando con la hija de nuestra amiga vietnamita, la mujer de la pastelería llamó. Minutos después, ella colgó, preocupada.
– ¿Qué pasa?, le dije.
– La señora no está contenta contigo. Dice que siempre estás ocupada, que no das la cantidad de clases necesarias, que cuando estás en casa, te encierras en tu cuarto y que cuando las niñas te van a buscar, siempre tienes la puerta cerrada. Además dice que cuando te dijo lo del deporte, tú te molestaste.
Como a un perro
¡¡¡Qué cosa más rara!!! A mi parecer, eran ellas las que vivían entre paredes todo el día, por lo que opté por actuar de la misma forma. Aparte, jamás me comunicaron de ningún cambio… tampoco tocaron a mi puerta para preguntarme nada. Al punto de que ni siquiera hacían las tareas ni iban a la hora acordada.
Le expliqué a la amiga que para mi resultaba imposible leer la mente sin que se me informaran las cosas.
Pero la señora ya se había armado una idea de mi y nada en el mundo la haría cambiar de opinión. Eso yo ya lo sabía porque la terquedad en algunos países del sudeste asiático llega a niveles extremos (en Tailandia, un par de episodios me hicieron comprenderlo: cuando están convencidos de algo, es muy difícil hacerles cambiar de opinión).
Entonces, acordamos que me iría ese mismo día. Cuando llegué a la pastelería, intenté explicarle a la mujer con Google Translate que todo era producto de la desinformación. No con el ánimo de seguir allí, obviamente, sino para dejar claras las cosas.
No le importó (dicho y hecho, nada en el mundo le haría cambiar lo que ya pensaba) y me fui con el orgullo herido porque nunca, en ninguno de los sitios donde he trabajado, me habían echado como a un perro.
La mujer pasó de adorarme a odiarme en tan solo cinco días.
(La historia continuará en la próxima entrada)