En Colombia, puede haber diferencias políticas irreconciliables. Puede haber rencores y conflictos eternos, no sólo entre los grupos armados que han azotado al país durante más de 50 años, sino entre las propias familias.
Puede haber abismos gigantescos entre clases sociales, cual comunidades de «intocables» de India. Pueden odiarse a muerte quienes provienen de una región con los de otra. Pueden demandarse como en un ciclo vicioso quienes una vez fueron amigos íntimos, por caprichos sin importancia.
Pero lo que no puede decirse es que no haya algo que una, al unísono, a todo un país de 47 millones de habitantes. Ese «algo» se llama fútbol. Pero no el fútbol en general (no es sino pensar en un clásico Santa Fe – Millonarios para comprobarlo), sino cuando juega un equipo en especial: la Selección Colombia.
El amor por la camiseta es tal que puede opacar cualquier pelea, por lo menos, mientras terminan esos 90 minutos de tregua. Los once que llevan el uniforme amarillo son los que representan lo que corre por las venas de todo colombiano.
El día en que juega este equipo se convierte en Día Nacional. Camisetas -oficiales y piratas- inundan calles enteras, sin importar si se trata de una jornada laboral, y la felicidad invade corazones. Por lo menos, mientras llega la hora del veredicto.
Esas horas previas se vuelven, entonces, un carnaval. Una fiesta generalizada a la que corresponden con alegría los jugadores, que se encargan de ponerle «sabor» a los goles que anotan.
Esta es una muestra de cómo se celebra cada tanto en el país que estalla en entusiasmo con un deporte en el que, sin embargo, no es aún el mejor del mundo. (Aún)
Añadir comentario