El choque cultural que me regaló Vietnam apenas crucé la frontera quedó en nada, comparado con “la estafa mayor” que viví como profesora de inglés, cuando me dejaron de pagar lo trabajado legalmente, y me quisieron robar mis diplomas académicos. Tuve que pelear entonces, sin ejército, MI PROPIA GUERRA DE VIETNAM.
Una guerra de egos y nacionalidades, en los que una mafia vietnamita pretendió amenazar e intimidar a la colombiana que les habla – o peor aún: a una santandereana (las mujeres de mi región tenemos fama de «bravas»)-, con el fin de acallar reclamos legítimos contra esos bandidos, que llevaban estafando durante años a profesores extranjeros.
Se ve que no habían escuchado los estereotipos que, lastimosamente, manchan la imagen de los colombianos en el mundo. Pues esta vez, y pese a mi lucha por desmontarlos cuando viajo, tuve que echar mano de ellos para aleccionar a estos «gangsters» de pacotilla.
Aviso: si eres angloparlante y lector de este blog o me sigues en Instagram, me excuso, porque seguramente ya conocerás la historia. Pero si no, acá te la cuento de nuevo, en español.
Preludio de mi guerra de Vietnam
Todo empezó – o mejor, siguió, porque mi estadía allí transcurrió, de principio a fin, con el pie izquierdo – cuando mi pago en diciembre del 2017 no llegó en la fecha indicada (el 15 de cada mes) en el contrato firmado con una compañía de enseñanza de inglés en Hanoi.
Recapitulemos: una vez entré a Vietnam, me echaron por primera vez en la vida de un trabajo. Posteriormente, fui a la playa y tuve que soportar decenas de miradas morbosas de vietnamitas que, al parecer, jamás habían visto un cuerpo femenino (cubierto siempre por un pareo, aclaro). Luego, me clonaron la tarjeta bancaria. Eso fue seguido por un despido de un segundo trabajo, y mi re-contratación al día siguiente, gesto con el que di por terminada la turbulencia, a la espera de un “vuelo” sin más sobresaltos.
¡Pobre ilusa! Esos acontecimientos eran apenas el preludio de mi verdadera guerra de Vietnam. Una lucha en la que peleé sin pensar en las consecuencias para mi integridad. Un conjunto de batallas que di sin querer, sin planear. Mayoritariamente sola, aunque con la ayuda de ángeles del camino, entre los que también estaban, valga decirlo, vietnamitas de buen corazón.
El feliz comienzo
Recién llegué a Hanoi, me echaron de un trabajo en una escuela privada de inglés, donde me habían conectado conocidos colombianos en la ciudad. Después del despido, me volvieron a llamar y con ellos seguí trabajando los fines de semana, porque empecé, por otro lado, como profesora permanente en varios colegios públicos de Hanoi. Esto, de la mano de una compañía intermediaria, llamada Elink Vietnam (el demonio en pasta).
Hice un primer contacto con Elink Vietnam por un reemplazo que pidieron en un grupo de Facebook de Hanoi. Di la clase de prueba, les gustó mi trabajo, y firmé con ellos. Parecía que tenían un nombre, y aunque no era el mejor pago del mercado, tampoco estaba mal (18 USD/hora). Además, me harían un permiso de trabajo. Sonaba a que hacían las cosas al derecho…
En los dos meses iniciales, me pagaron adecuadamente. Estaba contenta, lo reconozco. Hasta el tráfico ya me parecía llevadero y me gustaba manejar moto en ese caos (lo cual, ya es decir).
Pero al tercer mes, la compañía sacó las garras y demostró que un documento firmado, un permiso de trabajo y una relación de cordialidad eran un cero a la izquierda. La arrogancia de unos empleadores que actuaban como criminales, haciendo lo que se les ocurriera sin ningún control, pesaba más que cualquier formalidad.
Qué sorpresa se llevarían conmigo: su prepotencia y cinismo me impulsó a dar mi guerra de Vietnam, con la estrategia de volver trizas lo que más valoran los vietnamitas y asiáticos en general: la reputación.
Crece el malestar
Al tercer mes de trabajar con ellos, aquel diciembre de 2017, mi sueldo no llegó. Ninguna explicación. A la semana siguiente, tampoco. “El coordinador de profesores te explicará”, afirmaron.
El susodicho era un inglés al que ponían de parapeto para tapar la falta de seriedad de la empresa vietnamita. Dicho títere argumentó que aquel mes era el de balance de todo el año y como estaban haciendo ajustes de cartera, se habían quedado sin dinero para pagar a los profesores.
¿Eso era mi problema? No. ¿Había yo faltado a mis obligaciones como profesora, poniendo cualquier excusa de por medio? Nunca. ¿Por qué tenía que soportarlo entonces por parte de ellos? Obviamente, le expresé mi inconformidad – estaba furiosa, aunque aún no había declarado mi guerra de Vietnam- pero él me aseguró que esa sería la única vez que pasaría.
Le conté la historia a un amigo canadiense que llevaba años viviendo allí, tenía una novia vietnamita y pese a ello, era bastante crítico de su cultura laboral. Me dijo que todo eran mentiras, que renunciara en aquel mismo instante, que con los vietnamitas había que pelear y que jamás me iban a pagar por las buenas, pese a estar haciendo todo legalmente. Insistió: “Ellos tienen el dinero, pero se lo guardan para dejarlo en el banco a largo plazo y ganar intereses, a expensas del sueldo de los profesores”.
Yo no podía creer (o NO QUERÍA CREER) que las cosas fueran así. De hecho, opté por la paciencia antes que una guerra de Vietnam, básicamente porque amaba mis niños. Ser profesora me permitió descubrir algo de mi que desconocía… Verles la carita cuando los ponía a jugar o su emoción cuando entraba “la profe” a clase era algo que me invadía de felicidad. De hecho, era el único motivo por el que permanecía en un país que me había cerrado las puertas en la cara desde el principio.
La bola de nieve ya está grande
Aunque me tenían que pagar el 15 de diciembre del 2017, recibí un mail del títere inglés diciendo que, a más tardar, recibiría el pago el 26 de ese mes. Las demoras se debían a “retrasos de los socios”.
Igualmente, mis empleadores prometieron aumentar un 10% el pago mínimo por hora, en caso de tardar aún más. Palabras que pretendían mantener a los profesores trabajando con ilusión pese a todo (luego dirían que el aumento se daría para el Año Nuevo Vietnamita, o TET, en las mismas fechas que en el chino). Sobra decir que eso quedó en el aire.
Todo parecía muy extraño y, en busca de alguna explicación, se lo comenté a una profesora vietnamita que me asistía en un par de clases, y que era contratada por la empresa socia. Porque claro, si los socios pagaban tarde y por eso se retrasaba el pago, entonces los empleados de los socios debían estar en la misma situación, pensé. ¡Error! A ellos sí les habían pagado a tiempo.
El 29 de ese mes, finalmente me pagaron menos de la mitad de mi sueldo, acompañado, eso sí, de un regaño por haber hablado del tema con personas ajenas a la empresa.
Pesadilla de talla mayor
Llegó el 3 de enero y ni una palabra del resto del monto que ya venía desde noviembre. 7 de enero y nada. 11 de enero y me pagaron otra cantidad. Me confié y pensé que estaba completo pero, seis días después, hice los cálculos: ¡Faltaban 271 dólares del mes de noviembre!
Además, ya era 17 del siguiente mes y ninguna explicación sobre el pago de diciembre. Es decir, la promesa del títere inglés, quedaba también incumplida. De verdad querían una guerra de Vietnam.
El 19 de enero recibí un pago, que – ¡oh sorpresa! – tampoco era el total de lo que me debían. “Es el resto del mes anterior y una parte de lo que debemos pagarte en el actual”, fue su única explicación (si es que a eso se le puede llamar explicación).
Nunca obtuve una razón válida: ¿Por qué pagan tarde otra vez? ¿Por qué parcialmente? ¿Cuándo recibiré mi pago COMPLETO? ¿Dónde están las tasas de interés que prometen en el contrato, en caso de que haya retrasos? ¿Dónde está el 10% de aumento que también juraron que darían en el primer retraso de diciembre?
“No soy contadora, no estoy a cargo del dinero”, fue la única respuesta que retumbaba como si tuviera eco.
¿Me pagaron finalmente? ¿Cómo hice? ¿Fue peligroso? ¿Aprendieron la lección? El desenlace de esta historia lo contaré en el próximo post.
Se dice santanderina 😉
Holaaa, muchas gracias por tu comentario. Según la Real Academia de la Lengua, el gentilicio «santanderino» es para la gente de Santander, España. «Santandereanos» somos los de mi región, en el departamento de Santander, Colombia. Varía un poquito pero el significado es diferente! Muchas gracias por leerme 😉